Desde hace mucho tiempo sólo el color azul se aloja en mi corazón, como huérfano que halló un cálido rincón para abrigarse. Pero, a estas alturas, me parece que le agrada quedarse dentro de mí. Si no fuera suficiente con pintarme de azul y llover sobre todas mis tardes, se aferra a mí con uñas y dientes cada noche, como si temiera que lo fuera a arrancar de aquí dentro. Luego descubrí que, desde que cargo ese azul, camino con la mirada baja y “los colores se tiñen de gris”. Lo peor es que ya no sé qué hacer para sacudírmelo porque, cada que lo reprendo o que lo intento correr, como que se emberrincha y se esconde tras mis historias (pues cualquier historia es buena para escabullirse): que la madre, que la exnovia, que la vida o el trabajo; he llegado a encontrar mis fotografías rotas o las cenizas de los recuerdos esparcidas por el suelo.
Entonces, como nunca lo atrapo ni lo calmo ni logro expulsarlo de mí, sólo me queda abrazarlo y dejar que permanezca conmigo otra mañana más, cuando recargo la cabeza contra el vidrio del transporte rumbo al trabajo; y otra tarde, cuando vuelvo a casa mientras llueve sobre el mundo; y otra noche, cuando me acuesto entre la oscuridad de mi habitación y que pierdo la noción de aquí. Así es como me torné en azul; desde entonces vago por las calles grises de la ciudad mientras lo llevo dentro columpiándose en mi corazón. Ha sido más fácil acostumbrarme a su presencia que combatirlo.
Es por esto que le pido, amable lector, que, cuando me vea, me visualice con un gorrito blanco y abultado, como el de los pitufos, para que su risa lo proteja de mi azul; y, por favor, le suplico que aloje otros colores en mi corazón.